lunes, 21 de diciembre de 2009

El recuerdo de un espejismo

Fue una de las personas con más talento que he conocido. Inteligente, de fuerte personalidad y con una gran autoestima. No le faltaban habilidades para las relaciones personales y gustaba ser el centro de atención allí donde estuviese. A simple vista, poseía los ingredientes que muchas personas consideran los elementos claves para el éxito. Fuimos grandes, grandísimos amigos hasta que la vida, por motivos que no vienen al caso, nos alejó y separó nuestros caminos.

Hacía años que no sabía nada de él y ayer, casualmente, un buen amigo común, al que también hacía tiempo que no veía, me informó de su situación… de su triste situación. Sucesivos desengaños sentimentales y un sentimiento inmenso de culpabilidad le han sumido en una serie de desequilibrios emocionales que le han conducido a una triste dinámica de autodestrucción que hoy hace de él una sombra de lo que fue,… o mejor dicho, de lo que pudo llegar a ser.

Y es que desde hace años los psicólogos sabemos que la inteligencia no es, ni mucho menos, un buen predictor de éxito (entendido éste desde un punto de vista amplio y no necesariamente ligado al nivel de ingresos, sino más bien a sentirse satisfecho con uno mismo, con lo que hace, con quien está, con lo que tiene, etc.) y que esta inteligencia cognitiva o intelectual ha de verse acompañada por otra serie de atributos que Daniel Goleman popularizó con el nombre de inteligencia emocional, concepto que guarda ciertos elementos comunes con la capacidad de resiliencia.

De nada sirve ser notablemente inteligente si no se desarrollan capacidades como el autocontrol que evite, por ejemplo, que ante un revés de la vida, a una copa de alcohol le siga la siguiente y después la siguiente y después otra más. O por ejemplo, la capacidad de empatía, que evite que seamos fagocitados por una suerte de pensamiento egocéntrico que nos haga sentir que todo gira a nuestro alrededor. O tal vez, la capacidad para tomar buenas decisiones, que impida vivir en el filo de la navaja constantemente. O la capacidad de aceptación, que oriente nuestro pensamiento hacia el convencimiento de que, en ocasiones, las cosas son como son y no podemos hacer más que tomarlo como es y comenzar a pensar en cómo salir de la situación. O tal vez la capacidad para establecer metas y expectativas realistas, capacidad que favorece la orientación de nuestro pensamiento hacia una dirección de crecimiento, en vez de dar tumbos y más tumbos, aumentando la sensación de caos y de desazón. O tal vez la capacidad para aprender de los errores y de los fracasos, en vez de tener pensamientos recurrentes acerca de lo lamentable de nuestra existencia.

Es una lástima que en ocasiones seamos el peor de nuestros enemigos. Es una pena que, en demasiados casos nos queramos tan poco, que seamos tan crueles y despiadados con nosotros mismos. Somos desleales con nuestra persona al no intentar cuidarnos lo máximo posible; al no hablarnos con palabras amables, al no darnos aliento cuando nos vienen mal dadas, sobre todo porque “lo único” que necesitamos para ello es cambiar nuestra actitud hacia nosotros mismos y hacia las experiencias vividas.

Este post no se corresponde con el que estaba previsto publicar, pero en ocasiones hay noticias que se tornan puñaladas para el alma y uno necesita que las palabras den salida a sentimientos privados que, de repente, dejan de serlo con la esperanza de que sean útiles para alguien más.

Óscar Fernández

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